"Hubo que esperar
a 2020 para que el grueso de la población empezara a “ver” qué era el dinero.
Durante unos meses –luego de que la “revelación” comenzara a inundar primeras
planas, ondas radiofónicas, pantallas televisivas, blogs, tweets y twits en los
principales medios de comunicación—, se convirtió en un chascarrillo bobarrón:
“2020, ¡al fin una visión perfecta! ¿Cómo pudo ser todo tan borroso durante
tanto tiempo?”. Durante miles de años, en efecto.
La mayoría se
inclina a pensar que el ajuste óptico empezó con el colapso final de la
Eurozona en 2019, un suceso predicho con cierta anticipación. Lo sorprendente
es que la revelación se dio con Italia, y no con Grecia, como todo el mundo
esperaba.
Ello es que la caliente sangre italiana fue la primera en alcanzar el
punto de ebullición al calor de la paralizante crueldad de una austeridad
duraderamente impuesta: la isla de Sicilia amenazó con la secesión, y
estallaron sangrientas revueltas populares en Roma, Nápoles y Milán, primero, y
luego por doquiera.
El gobierno capituló el 12 de septiembre de 2018,
declarando no sólo que se reinstituirían las pensiones –con pagos en “la moneda
nacional de Italia—, sino que se incrementarían en un 10%. Luego declaró doce
meses de vacaciones fiscales nacionales: los impuestos al ingreso y al valor
añadido se suspendieron en tanto durara lo que se convino en llamar la
“Transición Nacional”.
Las sombrías
previsiones de hiperinflación no llegaron a materializarse. En cambio, la gente
volvió a la labor para limpiar la basura y los desechos que habían venido
amontonándose durante meses, trabajó a cambio de liras, reconstruyó edificios
incendiados y reparó vías de tráfico e infraestructuras públicas sumidas en el
abandono durante un año.
Sin embargo, lo que cogió por sorpresa a todo el mundo
fue la decisión del ministro italiano de hacienda sobre el modo de llevar a
cabo la transición del euro a la lira. ¿Por qué cargar con el gasto y las
molestias de volver a imprimir liras?, se preguntaban.
Los teléfonos móviles
habían sido capaces durante cierto tiempo de realizar transacciones con las
tarjetas de crédito y de débito. Y por qué no prescindir completamente –se
preguntaba el ministro— de la lira en efectivo y, en cambio, emitir para cada
ciudadano italiano una “Tarjeta de Liras Digitales” (TLD), que podría cargarse
con liras en cualquier cajero automático, para luego ser debitada en cualquier
establecimiento de venta mediante un teléfono móvil. ¿Y por qué no?
A las pocas horas
del anuncio gubernamental de la Transición, los trabajadores de la “Brigada de
Reconstrucción de Emergencia” (creada para remover la basura y los escombros
dejados por las revueltas) estaban cobrando sus “cheques salariales” por la vía
de insertar unas Tarjetas de Liras Digitales (TLD) de un rojo brillante en los
cajeros automáticos: las liras habían sido depositadas “en” los cajeros
automáticos mediante pulsaciones realizadas en los teclados de los computadores
del ministerio de hacienda.
No tardaron las TLD en comprar vino y pan, pasta,
aceitunas y bizcochos en los mercados de Nápoles y Roma. Los cafés callejeros
reabrieron sus puertas, y hasta el Teatro
dell’Opera, que había cerrado las suyas en 2017, volvió a funcionar: para
acceder, bastaba pasar una TLD por un lector situado a la entrada del teatro.
Y
sobre todo: todo el mundo se sentía feliz de haber refutado en la práctica el
amargo argumento político con que se había martirizado al país por años. No;
Italia no estaba quebrada. Sólo se había salido del euro, y adiós muy buenas.
Pero lo que
realmente llamó la atención de todo el mundo fueron las TLD. El servirse de
dinero digital empezó a cambiar el modo en que la gente entendía el dinero. No
es que fuera algo realmente nuevo; hacía décadas que el grueso de las
transacciones se realizaba ya mediante golpes de tecla digitales. Lo nuevo,
parece, era la total ausencia de
dinero en efectivo.
La nueva lira solo existía
en forma digital: números en una pantalla. No podías tenerlas en la mano y
contarlas una a una. No podías juntarlas en fajos y metértelas en el bolsillo o
guardarlas en la cartera o encerrarlas en una caja fuerte. Ni podían caérsete
del bolsillo y perderse. Empezó a perder fuelle la idea del dinero como una
cosa física que, como cualquier otra cosa física, se asocia a cantidades
finitas.
Mas raro aún,
todo el mundo empezó a entender claramente de dónde venían las liras digitales,
cómo se creaban. Se creaban desde el teclado de una computadora del ministerio
de hacienda. Ya no era como si vinieran de un puchero que, de una u otra forma,
tuviera que volver a llenarse.
Lo cierto es que el ministerio de hacienda
producía liras exactamente igual que un generador eléctrico bombea electrones
hacia la red eléctrica, desde donde mueven motores e iluminan accesorios
luminosos y pantallas de televisión.
Los trabajadores de la Brigada de
Emergencia pudieron “ver” eso cuando insertaron sus TLD en los cajeros
automáticos y observaron aparecer los números en la pequeña pantalla.
Los bancos
siguieron prestando como antes, pero también aquí hubo sorpresa: el app del teléfono móvil que permitía a
todo el mundo la gestión de sus propias cuentas de TLD revelaba –en formato
visual— que, una vez concedido el crédito bancario, el banco NO incrementaba la
oferta nacional de dinero (según se había creído durante siglos).
Cuando un
fabricante de pasta tomaba prestadas 100 liras digitales para comprar harina,
la columna derecha de su TLD-app
mágicamente se incrementaba por valor de 100 “nuevas” liras digitales; pero la
columna izquierda mostraba simultáneamente -100 liras digitales, el monto que
tenía que devolver al banco.
Sus liras digitales netas (la línea de abajo en su
TLD-app) seguían igual: el banco, en efecto, no había “creado” dinero alguno. Eso
venía a reforzar su percepción de que las nuevas
liras digitales creadas eran las que habían salido de los teclados del
ministerio de hacienda. No podrían haberse creado de otro modo.
Y una vez eso
se hizo diáfano, otra cosa comenzó a impresionar la percepción cotidiana de las
gentes: la única forma que tenía el ministerio de hacienda de dar existencia
con pulsaciones de teclas a las liras digitales era “gastar” esas liras en algo.
Y gastarlas, las
gastaba. Para pasmo de todos, durante el año de la “Transición Nacional” –entre
el 12 de septiembre de 2018 y el 12 de septiembre de 2019— el Estado contrató
con empresas privadas y con contratistas obras de reconstrucción y reparación
por un monto superior a los 60 mil millones de liras digitales.
Se expandió el
sistema de la educación pública, se planearon escuelas e institutos nuevos para
cada comunidad, y la formación de maestros y profesores se convirtió en
prioridad nacional. La “Brigada de Reconstrucción de Emergencia” se engrosó
rápidamente, hasta llegar a substituir por completo la cobertura pública del
desempleo y suministrar un trabajo útil a cada ciudadano italiano parado mayor
de 16 años dispuesto a trabajar por un salario.
Completada la limpia y
reconstrucción del país, la BRE pasó a desarrollar todo tipo de servicios que
los alcaldes y poderes locales pudieran considerar de utilidad, sin competir
con las empresas privadas locales.
Se instituyeron programas de subvenciones
con metodología experimental –modelados conforme a los esfuerzos de la Fundación
Gates para la erradicación de las enfermedades tropicales— para dotar con
dineros de partida a pequeños innovadores en todo tipo de asuntos, concediéndose las subvenciones a través de
una evaluación por pares organizada por Internet y de un proceso de votación.
Las ciudades costeras comenzaron el largo y arduo proceso de elevar sus
históricos diques de piedra de contención marina para hacer frente a las
sombrías predicciones climáticas de una crecida del nivel de los océanos. La
tasa de desempleo nacional, que había llegado al 40% antes de las revueltas,
cayó a menos del 10% en doce meses.
En acelerada
caída el desempleo, el mayor debate en el ministerio de hacienda durante el año
de la “Transición Nacional” era si podían extenderse, y por cuánto tiempo, las
vacaciones fiscales, y qué tipo de estructura fiscal imponer luego. Lo que dio
una inesperada vida al debate fue percatarse –de modo tan repentino como
cristalino— de que la razón para reintroducir los impuestos NO era que se
necesitaran para recaudar liras digitales a fin de poder pagar el gasto
público.
Pues estaba meridianamente claro que el ministerio de hacienda podía
gastar tantas liras digitales como le acomodase, simplemente dándole al
teclado. No era necesario recaudarlas antes
como impuestos.
No; la razón de que el ministerio reintrodujera los
impuestos era la necesidad de drenar
la circulación de las liras digitales, una necesidad dimanante de la necesidad
de controlar la inflación. Aunque no habían hecho todavía su aparición las
presiones inflacionarias sobre la lira digital, parecía inevitable que lo
hicieran a medida que descendiera más y más el paro, y la economía fuera
acercándose a una situación teórica de pleno empleo.
El ministerio de hacienda
se hizo consciente de la tarea que propia y realmente cumplirían los impuestos:
sacar de la circulación una parte de las liras digitales anteriormente
gastadas, a fin de impedir que el volumen total de liras en circulación se
disparara fuera de control.
Una vez hubo
consenso general sobre eso, los términos del debate cambiaron, y pasó a
discutirse qué tipo de fiscalidad nacional había que imponer. Si no se
recaudaba para cubrir el gasto público, ¿no podría hacerse con otros fines?
¿Por qué no un Impuesto al Ingreso con fones de redistribución de la riqueza?
Pero si se acababa de admitir que los impuestos no se recaudan para cubrir el
gasto público –si no hay diferencia entre liras recaudadas como impuestos y
liras creadas con un teclazo—, entonces ¿cómo habría de redistribuir la riqueza
un Impuesto al Ingreso?
Los impuestos al ingreso, era evidente, ¡ya no cumplían
el menor papel! Análogamente, ¿para qué servía gravar el consumo con un
Impuesto al Valor Añadido o IVA? Lo que se quiere, después de todo, es que los
consumidores consuman; así que ¿para qué penalizarlos por ello?
Lo que se
acordó finalmente es un impuesto al carbono. Tenía éste el mérito, sobre todo,
de conseguir el objetivo –todos sabían que muy pronto sería un objetivo
crítico— de drenar la circulación de liras digitales para controlar la
inflación.
Pero, en segundo lugar, se conseguía el objetivo de incentivar a
empresarios y a consumidores a quemar menos carbono en la producción y en el
consumo. Los diques marinos construidos por la BRE podrían no haberse
construido tan altos como pudiera llegar a ser necesario.
Había un grupo
particularmente insatisfecho con todo esto: los mafiosos que, desesperados,
habían empezado a convertir a toda prisa sus negocios a cualquier moneda que no
fuera la lira, porque descubrieron de un día para otro que resultaba imposible
llenar maletines con efectivo para sus transacciones criminales.
Los padrinos
estaban furiosos, pero habría sido necio plantear abiertamente sus objeciones.
En un descubrimiento conexo, el gobierno halló que un sencillo programa de computador
conseguía eliminar virtualmente la inveterada corrupción de las contratas
públicas.
Resultó que la trayectoria por la economía de cada lira digital
emitida podía seguirse indefinidamente con precisión. El programa, conocido
como L-Track, podía realizar búsquedas con filtros variables que generaban
información instantánea sobre el lugar en que se hallaba la lira en cuestión en
cualquier momento dado. Imposible esconder liras, y muy difícil detraerlas sin
ser visto.
El mundo estaba
expectante, huelga decirlo. Observaba con el mayor interés. Los economistas
ortodoxos se devanaban los sesos para entender la “primavera italiana” y se
desesperaban tratando de explicar por qué el “déficit” que el Estado italiano
“estaba registrando” no parecía ser la “deuda” que siempre fue, y que siempre
tenía que “devolverse” a todo el mundo.
Este extremo último de la confusión
también se acabó, y la “gran iluminación” empezó a abrirse aquí también paso.
Los ciegos recuperaron la visión, se abrieron los ventanales, se descorrieron
los glaucos visillos y se abrió paso una nueva visión del dinero: cuando
aquellos villanos financieros que habían tenido secuestrada a la Eurozona todos
esos años de crisis de deuda aumentando los tipos de interés exigidos para
comprar bonos griegos, italianos y españoles y negándose a aceptar la menor
quita cuando estas desdichadas naciones se esforzaban por pagar intereses;
cuando aquellos fariseos compradores de bonos fueron al ministerio de hacienda
italiano y anunciaron que ahora sí querían comprar de nuevo bonos italianos,
recibieron esta contestación del ministro:
- “¿Bonos? No
tenemos bonos para vender. ¿Para qué querríamos venderles bonos a ustedes? No
tenemos necesidad de su dinero”.
Y los compradores
de bonos repusieron:
- “¡Pero nosotros
queremos comprar sus bonos!
Necesitamos un lugar en el que aparcar todo este dinero en efectivo, que no
sabemos qué hacer con él; un lugar donde depositarlo y que nos rinda intereses.
¡Necesitamos que emitan ustedes bonos para que nosotros podamos comprarlos!”.
A lo que el
ministro de hacienda replicó:
“Si ustedes
desean gastar su dinero en Italia, vengan y construyan una fábrica, o inventen
una nueva manera de convertir la luz solar en electricidad usando
nano-partículas, o encarguen una nueva ópera o alguna gran obra de arte… Pero
no vengan aquí a comprar nuestros bonos. Ya no estamos en el negocio de
aparcarles aquí el dinero y, encima, pagarles por el privilegio.”
Corría el año
2020, y el mundo todo se incorporó y tomó nota." (Europa, 2020: una ucronía iluminadora, de J.D. Alt, Sin Permiso, 02/12/2012)
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