18/12/12

No; Italia no estaba quebrada. Sólo se había salido del euro, y adiós muy buenas. Pero, ¿por qué cargar con el gasto y las molestias de volver a imprimir liras? La nueva lira solo existía en forma digital

"Hubo que esperar a 2020 para que el grueso de la población empezara a “ver” qué era el dinero. Durante unos meses –luego de que la “revelación” comenzara a inundar primeras planas, ondas radiofónicas, pantallas televisivas, blogs, tweets y twits en los principales medios de comunicación—, se convirtió en un chascarrillo bobarrón: 

“2020, ¡al fin una visión perfecta! ¿Cómo pudo ser todo tan borroso durante tanto tiempo?”. Durante miles de años, en efecto.

La mayoría se inclina a pensar que el ajuste óptico empezó con el colapso final de la Eurozona en 2019, un suceso predicho con cierta anticipación. Lo sorprendente es que la revelación se dio con Italia, y no con Grecia, como todo el mundo esperaba.

 Ello es que la caliente sangre italiana fue la primera en alcanzar el punto de ebullición al calor de la paralizante crueldad de una austeridad duraderamente impuesta: la isla de Sicilia amenazó con la secesión, y estallaron sangrientas revueltas populares en Roma, Nápoles y Milán, primero, y luego por doquiera. 

El gobierno capituló el 12 de septiembre de 2018, declarando no sólo que se reinstituirían las pensiones –con pagos en “la moneda nacional de Italia—, sino que se incrementarían en un 10%. Luego declaró doce meses de vacaciones fiscales nacionales: los impuestos al ingreso y al valor añadido se suspendieron en tanto durara lo que se convino en llamar la “Transición Nacional”.

Las sombrías previsiones de hiperinflación no llegaron a materializarse. En cambio, la gente volvió a la labor para limpiar la basura y los desechos que habían venido amontonándose durante meses, trabajó a cambio de liras, reconstruyó edificios incendiados y reparó vías de tráfico e infraestructuras públicas sumidas en el abandono durante un año.

 Sin embargo, lo que cogió por sorpresa a todo el mundo fue la decisión del ministro italiano de hacienda sobre el modo de llevar a cabo la transición del euro a la lira. ¿Por qué cargar con el gasto y las molestias de volver a imprimir liras?, se preguntaban. 

Los teléfonos móviles habían sido capaces durante cierto tiempo de realizar transacciones con las tarjetas de crédito y de débito. Y por qué no prescindir completamente –se preguntaba el ministro— de la lira en efectivo y, en cambio, emitir para cada ciudadano italiano una “Tarjeta de Liras Digitales” (TLD), que podría cargarse con liras en cualquier cajero automático, para luego ser debitada en cualquier establecimiento de venta mediante un teléfono móvil. ¿Y por qué no?

A las pocas horas del anuncio gubernamental de la Transición, los trabajadores de la “Brigada de Reconstrucción de Emergencia” (creada para remover la basura y los escombros dejados por las revueltas) estaban cobrando sus “cheques salariales” por la vía de insertar unas Tarjetas de Liras Digitales (TLD) de un rojo brillante en los cajeros automáticos: las liras habían sido depositadas “en” los cajeros automáticos mediante pulsaciones realizadas en los teclados de los computadores del ministerio de hacienda. 

No tardaron las TLD en comprar vino y pan, pasta, aceitunas y bizcochos en los mercados de Nápoles y Roma. Los cafés callejeros reabrieron sus puertas, y hasta el Teatro dell’Opera, que había cerrado las suyas en 2017, volvió a funcionar: para acceder, bastaba pasar una TLD por un lector situado a la entrada del teatro.

 Y sobre todo: todo el mundo se sentía feliz de haber refutado en la práctica el amargo argumento político con que se había martirizado al país por años. No; Italia no estaba quebrada. Sólo se había salido del euro, y adiós muy buenas.

Pero lo que realmente llamó la atención de todo el mundo fueron las TLD. El servirse de dinero digital empezó a cambiar el modo en que la gente entendía el dinero. No es que fuera algo realmente nuevo; hacía décadas que el grueso de las transacciones se realizaba ya mediante golpes de tecla digitales. Lo nuevo, parece, era la total ausencia de dinero en efectivo.

 La nueva lira solo existía en forma digital: números en una pantalla. No podías tenerlas en la mano y contarlas una a una. No podías juntarlas en fajos y metértelas en el bolsillo o guardarlas en la cartera o encerrarlas en una caja fuerte. Ni podían caérsete del bolsillo y perderse. Empezó a perder fuelle la idea del dinero como una cosa física que, como cualquier otra cosa física, se asocia a cantidades finitas.

Mas raro aún, todo el mundo empezó a entender claramente de dónde venían las liras digitales, cómo se creaban. Se creaban desde el teclado de una computadora del ministerio de hacienda. Ya no era como si vinieran de un puchero que, de una u otra forma, tuviera que volver a llenarse.

 Lo cierto es que el ministerio de hacienda producía liras exactamente igual que un generador eléctrico bombea electrones hacia la red eléctrica, desde donde mueven motores e iluminan accesorios luminosos y pantallas de televisión. 

Los trabajadores de la Brigada de Emergencia pudieron “ver” eso cuando insertaron sus TLD en los cajeros automáticos y observaron aparecer los números en la pequeña pantalla.

Los bancos siguieron prestando como antes, pero también aquí hubo sorpresa: el app del teléfono móvil que permitía a todo el mundo la gestión de sus propias cuentas de TLD revelaba –en formato visual— que, una vez concedido el crédito bancario, el banco NO incrementaba la oferta nacional de dinero (según se había creído durante siglos).

 Cuando un fabricante de pasta tomaba prestadas 100 liras digitales para comprar harina, la columna derecha de su TLD-app mágicamente se incrementaba por valor de 100 “nuevas” liras digitales; pero la columna izquierda mostraba simultáneamente -100 liras digitales, el monto que tenía que devolver al banco. 

Sus liras digitales netas (la línea de abajo en su TLD-app) seguían igual: el banco, en efecto, no había “creado” dinero alguno. Eso venía a reforzar su percepción de que las nuevas liras digitales creadas eran las que habían salido de los teclados del ministerio de hacienda. No podrían haberse creado de otro modo.

 Y una vez eso se hizo diáfano, otra cosa comenzó a impresionar la percepción cotidiana de las gentes: la única forma que tenía el ministerio de hacienda de dar existencia con pulsaciones de teclas a las liras digitales era “gastar” esas liras en algo.

Y gastarlas, las gastaba. Para pasmo de todos, durante el año de la “Transición Nacional” –entre el 12 de septiembre de 2018 y el 12 de septiembre de 2019— el Estado contrató con empresas privadas y con contratistas obras de reconstrucción y reparación por un monto superior a los 60 mil millones de liras digitales.

 Se expandió el sistema de la educación pública, se planearon escuelas e institutos nuevos para cada comunidad, y la formación de maestros y profesores se convirtió en prioridad nacional. La “Brigada de Reconstrucción de Emergencia” se engrosó rápidamente, hasta llegar a substituir por completo la cobertura pública del desempleo y suministrar un trabajo útil a cada ciudadano italiano parado mayor de 16 años dispuesto a trabajar por un salario.

 Completada la limpia y reconstrucción del país, la BRE pasó a desarrollar todo tipo de servicios que los alcaldes y poderes locales pudieran considerar de utilidad, sin competir con las empresas privadas locales. 

Se instituyeron programas de subvenciones con metodología experimental –modelados conforme a los esfuerzos de la Fundación Gates para la erradicación de las enfermedades tropicales— para dotar con dineros de partida a pequeños innovadores en todo tipo de asuntos, concediéndose las subvenciones a través de una evaluación por pares organizada por Internet y de un proceso de votación.

 Las ciudades costeras comenzaron el largo y arduo proceso de elevar sus históricos diques de piedra de contención marina para hacer frente a las sombrías predicciones climáticas de una crecida del nivel de los océanos. La tasa de desempleo nacional, que había llegado al 40% antes de las revueltas, cayó a menos del 10% en doce meses. 

En acelerada caída el desempleo, el mayor debate en el ministerio de hacienda durante el año de la “Transición Nacional” era si podían extenderse, y por cuánto tiempo, las vacaciones fiscales, y qué tipo de estructura fiscal imponer luego. Lo que dio una inesperada vida al debate fue percatarse –de modo tan repentino como cristalino— de que la razón para reintroducir los impuestos NO era que se necesitaran para recaudar liras digitales a fin de poder pagar el gasto público.

 Pues estaba meridianamente claro que el ministerio de hacienda podía gastar tantas liras digitales como le acomodase, simplemente dándole al teclado. No era necesario recaudarlas antes como impuestos. 

No; la razón de que el ministerio reintrodujera los impuestos era la necesidad de drenar la circulación de las liras digitales, una necesidad dimanante de la necesidad de controlar la inflación. Aunque no habían hecho todavía su aparición las presiones inflacionarias sobre la lira digital, parecía inevitable que lo hicieran a medida que descendiera más y más el paro, y la economía fuera acercándose a una situación teórica de pleno empleo. 

El ministerio de hacienda se hizo consciente de la tarea que propia y realmente cumplirían los impuestos: sacar de la circulación una parte de las liras digitales anteriormente gastadas, a fin de impedir que el volumen total de liras en circulación se disparara fuera de control. 

Una vez hubo consenso general sobre eso, los términos del debate cambiaron, y pasó a discutirse qué tipo de fiscalidad nacional había que imponer. Si no se recaudaba para cubrir el gasto público, ¿no podría hacerse con otros fines? ¿Por qué no un Impuesto al Ingreso con fones de redistribución de la riqueza? 

Pero si se acababa de admitir que los impuestos no se recaudan para cubrir el gasto público –si no hay diferencia entre liras recaudadas como impuestos y liras creadas con un teclazo—, entonces ¿cómo habría de redistribuir la riqueza un Impuesto al Ingreso? 

Los impuestos al ingreso, era evidente, ¡ya no cumplían el menor papel! Análogamente, ¿para qué servía gravar el consumo con un Impuesto al Valor Añadido o IVA? Lo que se quiere, después de todo, es que los consumidores consuman; así que ¿para qué penalizarlos por ello? 

Lo que se acordó finalmente es un impuesto al carbono. Tenía éste el mérito, sobre todo, de conseguir el objetivo –todos sabían que muy pronto sería un objetivo crítico— de drenar la circulación de liras digitales para controlar la inflación.

 Pero, en segundo lugar, se conseguía el objetivo de incentivar a empresarios y a consumidores a quemar menos carbono en la producción y en el consumo. Los diques marinos construidos por la BRE podrían no haberse construido tan altos como pudiera llegar a ser necesario. 

Había un grupo particularmente insatisfecho con todo esto: los mafiosos que, desesperados, habían empezado a convertir a toda prisa sus negocios a cualquier moneda que no fuera la lira, porque descubrieron de un día para otro que resultaba imposible llenar maletines con efectivo para sus transacciones criminales.

 Los padrinos estaban furiosos, pero habría sido necio plantear abiertamente sus objeciones. En un descubrimiento conexo, el gobierno halló que un sencillo programa de computador conseguía eliminar virtualmente la inveterada corrupción de las contratas públicas. 

Resultó que la trayectoria por la economía de cada lira digital emitida podía seguirse indefinidamente con precisión. El programa, conocido como L-Track, podía realizar búsquedas con filtros variables que generaban información instantánea sobre el lugar en que se hallaba la lira en cuestión en cualquier momento dado. Imposible esconder liras, y muy difícil detraerlas sin ser visto.

El mundo estaba expectante, huelga decirlo. Observaba con el mayor interés. Los economistas ortodoxos se devanaban los sesos para entender la “primavera italiana” y se desesperaban tratando de explicar por qué el “déficit” que el Estado italiano “estaba registrando” no parecía ser la “deuda” que siempre fue, y que siempre tenía que “devolverse” a todo el mundo. 

Este extremo último de la confusión también se acabó, y la “gran iluminación” empezó a abrirse aquí también paso.

 Los ciegos recuperaron la visión, se abrieron los ventanales, se descorrieron los glaucos visillos y se abrió paso una nueva visión del dinero: cuando aquellos villanos financieros que habían tenido secuestrada a la Eurozona todos esos años de crisis de deuda aumentando los tipos de interés exigidos para comprar bonos griegos, italianos y españoles y negándose a aceptar la menor quita cuando estas desdichadas naciones se esforzaban por pagar intereses; cuando aquellos fariseos compradores de bonos fueron al ministerio de hacienda italiano y anunciaron que ahora sí querían comprar de nuevo bonos italianos, recibieron esta contestación del ministro: 

- “¿Bonos? No tenemos bonos para vender. ¿Para qué querríamos venderles bonos a ustedes? No tenemos necesidad de su dinero”. 

Y los compradores de bonos repusieron: 

- “¡Pero nosotros queremos comprar sus bonos! Necesitamos un lugar en el que aparcar todo este dinero en efectivo, que no sabemos qué hacer con él; un lugar donde depositarlo y que nos rinda intereses. ¡Necesitamos que emitan ustedes bonos para que nosotros podamos comprarlos!”. 

A lo que el ministro de hacienda replicó: 

“Si ustedes desean gastar su dinero en Italia, vengan y construyan una fábrica, o inventen una nueva manera de convertir la luz solar en electricidad usando nano-partículas, o encarguen una nueva ópera o alguna gran obra de arte… Pero no vengan aquí a comprar nuestros bonos. Ya no estamos en el negocio de aparcarles aquí el dinero y, encima, pagarles por el privilegio.”

Corría el año 2020, y el mundo todo se incorporó y tomó nota."        (Europa, 2020: una ucronía iluminadora, de J.D. Alt,  Sin Permiso, 02/12/2012)

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