"En Internet resulta mucho más sencillo hacer que algo sea público y más difícil que continúe siendo privado.
De lo que deduce, como la noche sucede al día, que mientras la mayor
oportunidad de cosmópolis reside en compartir públicamente
conocimientos, opiniones, imágenes y sonidos, el mayor peligro es la
pérdida de intimidad.
Esto sería cierto incluso si Internet estuviese íntegramente gestionada por coros de ángeles, pues las posibilidades de vigilancia
que ofrecen las actuales tecnologías de la información y la
comunicación llegan mucho más allá que las fantasías más disparatadas de
un general de la Stasi. La mayoría llevamos voluntariamente con
nosotros dispositivos electrónicos de rastreo.
Se los conoce como
«teléfonos móviles». Si se recopilan todos los datos y los denominados
metadatos de nuestro correo electrónico, llamadas de teléfono móvil,
búsquedas en la red, otros aparatos que envían datos como la nevera y el
contador de la calefacción central inteligentes, así como los diminutos
transmisores de radiofrecuencia de las cosas que usamos, por no
mencionar el análisis para reconocimiento facial de lo que graban las
cámaras de vigilancia y de las fotos publicadas en línea, un observador
puede saber mucho más de nosotros que un ornitólogo que sigue a una
bandada de pájaros con transmisores. Ahora todos somos palomas con
transmisor.
Pero esta tecnología no se concibe a sí misma. La
información personal aterradoramente detallada que recoge es tan
susceptible de ser analizada con técnicas de «minería de datos» y de ser
cotejada porque así ha sido concebida. De haber sido concebida por
ángeles pendientes de nuestra intimidad individual en vez de los beneficios empresariales o los intereses gubernamentales, sería diferente. Pero Internet no está en dulces brazos de ángeles.
Es gestionado y explotado por empresas
y, en una medida variable pero siempre significativa, controlado por
los gobiernos, que también tienen acceso. Ambas formas de poder, la
privada y la pública, constituyen una amenaza para la intimidad; su
combinación, P2, es la mayor de todas las amenazas.
Esta es la lección
que acertadamente se extrajo de las revelaciones de Edward Snowden
de que las autoridades estadounidenses y británicas habían obligado
legalmente a las empresas de telecomunicaciones e Internet a compartir
datos con ellas y habían intervenido ilegalmente sus cables.
«La
vigilancia es el modelo de negocio de Internet —dice el experto en
seguridad Bruce Scheneier—. Nosotros construimos sistemas que espían a
las personas a cambio de servicios. Las corporaciones lo llaman
marketing». Schneier nos compara con arrendatarios agrícolas en las
grandes fincas de Google o Facebook.
La renta que pagamos son nuestros datos personales,
que ellos utilizan para personalizar la publicidad. Cuanto más aumente
la capacidad técnica de recopilar «macrodatos», más sabrán de nosotros
los que Jaron Lanier llama «imperios espías/ publicitarios» y, en este
sentido elemental, menos intimidad tendremos.
Mucho
depende, pues, de cómo aborden la cuestión estos gatos grandes. «La
privacidad ha muerto. Asúmanlo»: como sucede con tantas citas famosas,
al parecer Scott McNealy, a la sazón presidente de Sun Microsystems, no
respondió exactamente esto a una pregunta sobre privacidad a fines del
siglo pasado. Según la mejor fuente que tenemos, lo que dijo fue: «De
todos modos no tienen nada de privacidad. Asúmanlo».
Pero hay motivos
para que algunas frases, a menudo en una versión con más gancho que la
original, se vuelvan proverbiales. El comentario de McNealy resume a la
perfección tanto un enunciado empírico como una actitud.
La privacidad
ha muerto: no hay nada que ustedes, diminutos ratones, puedan hacer al
respecto. Y «asúmanlo»: háganse hombres, no tienen nada que temer
excepto sus temores. Cuanto más nos adentramos en el siglo XXI, más
personas cuestionan ese enunciado y esa actitud. Mientras escribo, se
están produciendo movilizaciones políticas y cívicas para «recuperar
nuestra privacidad». Los ratones están en marcha.
Empresas
como Google muestran agudas contradicciones en torno a estas
cuestiones. David Drummond, durante mucho tiempo asesor jurídico
principal de Google, distingue entre el valor para Google y el valor de
Google.
La libertad de expresión, mantiene, es tanto un valor para
Google (esto es, ayuda a su negocio) como un valor de Google (lo que él
denomina un «valor central de Google»). No puede decirse lo mismo de la
privacidad. Como hemos visto, Google gana la mayor parte de su dinero
recopilando información privada acerca de nosotros y vendiéndonos luego a
otros como consumidores potenciales, supuestamente anónimos.
«Necesitamos luchar por nuestra privacidad», escribe Eric Schmidt,
coautor del libro El futuro digital, en apariencia ignorando que a
muchos les parecerá como si el diablo declarase que tenemos que luchar
por nuestra salvación.
Para ayudar a lanzar nuestro proyecto de
investigación de Oxford, yo intervine en un acto organizado por Google,
en el espíritu del «rincón del orador» de Hyde Park, en la Puerta de
Brandenburgo de Berlín. Cuando acabé, alguien en la multitud me espetó:
«¡Pero si la mayor amenaza para la libertad de expresión es Google!».
¿Tenía
aquel hombre razón? ¿Supone Google una amenaza para la libertad de
expresión o sólo para la intimidad? ¿O es la misma libertad de expresión
la que amenaza la intimidad? ¿Qué relación hay entre ambas? En buena
parte de la doctrina jurídica, esto se analiza como un intento de
equilibrar una balanza: en uno de los platillos, cuánta libertad de
expresión, sobre qué personas y en qué circunstancias; en el otro,
cuánta privacidad para ellas.
Esto se hace formalmente en los tribunales
europeos, en los cuales los jueces sopesan de un lado los derechos de
libertad de expresión de los ciudadanos particulares según el artículo
10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, y de otro sus derechos de
privacidad según el artículo 8. Y nosotros mismos podemos decir: «Sí, en
tal o cual circunstancia subordino mis derechos de libertad de
expresión a mi exigencia de intimidad».
Sin embargo, la
privacidad es también una condición de la libertad de expresión. Para
ser más preciso: esa condición consiste en la posibilidad de escoger qué
información debe ser privada y, después, de confiar en que esa decisión
sea respetada. Como sabe todo aquel que haya vivido en un Estado
policial, cuando temes que alguien esté escuchando todo el rato, te
muerdes la lengua.
Ya no dices lo que piensas. Recuerdo a mis amigos
disidentes de Europa Oriental en sus cocinas, escribiendo mensajes
crípticos en pedazos de papel para sortear los micrófonos de la policía
secreta. En una ocasión alguien me pidió que memorizase un mensaje que
había escrito en un papel de fumar que después se tragó. Ella se comió
sus palabras.
El periodista ruso Vladímir Pozner observa mordaz que el
único sitio en que uno puede disfrutar de una total libertad de
expresión es «en el váter». Pero bajo un Sadam Husein, un Kim Il Sung,
Kim Jong Il o Kim Jong Un, las personas temen decir lo que de verdad
piensan incluso allí, en lo que en inglés se solía llamar privy (literalmente, «privado»)." (Timothy Garton Ash , El País, 15/05/17)
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